No sé a cuántos les ha pasado
esto, pero creo que quizá sea una historia recurrente en nuestra ciudad. Sales un día a comprar al centro, no importa
lo que sea, pero por lo general vamos a una tienda específica de nuestra
elección, ya que la preferimos porque tiene mayor variedad de productos,
mejores precios o son los únicos que traen exactamente lo que buscamos. Vas,
compras, vuelves a tu casa y ya está. Unos días o semanas después tenemos que
ir de nuevo de compras, nos dirigimos al lugar de siempre, pero nos encontramos
con la sorpresa de que ya no está, reemplazándolo un local con colores
chillones en su fachada y luces fluorescentes que forman signos peso, mientras
que adentro hay un sujeto hablando por alto parlantes, ofreciendo diversión y
dinero fácil. Se trata de otra víctima que ha caído debido a la fiebre de los
tragamonedas.
Recuerdo que todo comenzó
tímidamente en los almacenes de barrio, donde aparecieron las primeras máquinas
tragamonedas, algunas de funcionamiento bastante básico, pero que se
transformaron rápidamente en el pasatiempo de las dueñas de casa, las cuales gastaban
su vuelto con la esperanza de a lo menos triplicar lo gastado, lo cual ocurría
en contadas ocasiones, porque algo que debemos tener claro en este caso es que
siempre la casa gana, o no sería el negocio pujante que es.
Pero al poco andar los
tragamonedas aparecieron en los locales de arcade, los cuales hacía tiempo que
venían de capa caída debido a la masificación de las consolas, lo que a la
larga hizo que cambiaran al rubro de casinos informales. Así, esos antiguos puntos
de reunión de la incipiente comunidad ñoña de la ciudad se transformaron en
nuestra versión flaite de un casino, carente absolutamente de las comodidades
que estos prestan a su clientela.
Mientras este negocio todavía
seguía siendo algo marginal, en nuestro país se decidió que el juego era una
buena manera de fomentar el turismo y se reformó la ley de juegos de azar y
casinos, permitiendo que muchas más ciudades en Chile pudieran contar con sus
propios lugares de juego, terminando así con los clandestinos (donde
principalmente se jugaba pocker). Además, esta ley entregaba a las
administradoras de casinos el monopolio en lo que respecta a juegos de azar, lo
cual dejaba a las máquinas tragamonedas que no se encontraran en un casino
reconocido por la autoridad en la ilegalidad.
Pero hecha la ley, hecha la
trampa. La genial solución que tuvieron aquellos locatarios que habían
invertido en estas máquinas fue decir que eran juegos de habilidad y no de
azar, como los antiguos arcade, cosa que, por desconocimiento u omisión
deliberada, fue aceptada por la autoridad municipal que ha visado el
crecimiento de este negocio a niveles que a mi parecer son grotescos. Ya no son
solamente los viejos arcade (de hecho sólo el Galaxica 20 sobrevivió en el
nuevo rubro) sino un sinnúmero de otros locales que dieron un gran salto, con
mejores máquinas, instalaciones (algunas con segundo piso), animación y
atención a público. Incluso algunos hacen sorteos semanales entre sus asiduos
con premios que van desde televisores a autos… ¡autos! Y con todo esto tienen
la desfachatez de decir que no son casinos con juegos de azar, como en la
canción donde el animal tenía cola de león, tenía orejas de león, tenía pelo de
león, garras de león, pero no era león.
En la actualidad hay más de diez
negocios de este tipo sólo en el centro, lo cual nos transforma en la versión
ultra pobre de Atlantic City (¿Qué esperaban? ¿Las Vegas?), todos bajo el
permiso de entretenciones electrónicas (¿alguna vez jugaste Mortal Kombat y por
hacer un Fatality la máquina te dio monedas?) y sin que nadie le moleste que
haya cada vez más de estos sitios. Y no es que me enoje que la gente tenga
lugares para entretenerse, pero en esta ciudad parece que hemos optado
únicamente por lo chabacano para este fin, pues sino son maquinitas, tenemos
schoperías y topples; pero ¿cuántas plazas, parques, teatros, bibliotecas o
lugares para practicar deportes tenemos?
Al final, todo lo anterior
importa un carajo, porque estamos ante un negocio que mueve millones y que se
aprovecha de ambigüedades de la ley y de la desidia de nuestras autoridades. Por
eso, cuando la nave de la catedral se llene de máquinas tragamonedas, cuando la
Casa de la Cultura sea un inmenso café con piernas o cuando el casino Enjoy
cierre por que no puede contra la competencia desleal, no nos extrañemos, pues
ese es irremediablemente al camino al que nos dirigimos*.
*Obviamente en lo último exagero para marcar un punto. Por si alguien
se ve tentado en tomárselo literalmente.
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